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Opinión

El país de la muerte

Me uní al grupo que tomó por arma la palabra, pero no logramos acabar con la saña que parece traemos en los genes.

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COLUMNISTA Y POETAActualizado:

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Sé que nací en el país de la muerte violenta –título que por entonces compartíamos con el Congo Belga–, y a ello he tenido que acostumbrarme como todos los compatriotas. Con el espeluznante agravante de que se nos considera uno de los países más felices del mundo. Uno de los períodos que hizo época en mi infancia se llamó la Violencia, a la que se le endilgaron 300.000 muertos por los alrededores de la muerte de Gaitán. Y la cual nunca se acabó, solo que perdió la mayúscula, y nos ha dejado millones de víctimas, entre asesinados, secuestrados, desaparecidos, en un holocausto sin fin, que contempla los 4.000 militantes de la Unión Patriótica. Los líderes sociales ejecutados, 800 solo entre el año 21 y el 23. Los 6.400 jóvenes sonsacados en barrios populares para oficios de monte, que fueron fusilados y presentados con uniformes de guerrilleros para proclamar que se estaba diezmando la insurrección. Y desde luego los soldados que pagaron el servicio de morir en defensa de la patria. En tal forma, ser colombianos es un honor que duele, por no decir que deshonra.
(Le puede interesar: Al teclado san Nicolás).
A los 8 años oí por la radio el 9 de abril a la una que habían matado a Gaitán, y todos los hombres de la casa, mi tío Picuenigua, mi papá y yo, salimos arrevolverados a protestar por las calles, mientras mi mamá Elvia, mi tía Adelfa y mi abuelita Carlota se sentaban a llorar ante su retrato. Solo un año después acompañé a mi abuela una noche a la Casa Liberal en el barrio San Nicolás, que era prácticamente un patio frente a un pequeño balcón, donde hablarían los jefes liberales entre ellos Hernán Isaías Ibarra. Y nos tocó recibir un aguacero de balas desde los muros, de parte de la policía, del ejército y de los "pájaros", según se dijo, y milagrosamente mi abuela me embutió en un cafetín que quedaba en la esquina y nos metimos debajo de las mesas a protegernos de los indiscriminados disparos contra los nueveabrileños del año pasado.
A los 15 años me salvé de la explosión de Cali, cuando estallaron varios camiones cargados de dinamita –nunca se supo si fue accidente o terrorismo– enfrente de la estación del ferrocarril, donde en un bar de billares al perder todo lo que tenía debí retirarme caminado a la casa del Barrio Obrero que acabábamos de ocupar dejando vacía la del barrio San Nicolás que quedó semidestruida. Cuando llegué oí la explosión y por la radio la noticia de que había sido en la 25 donde jugaba con mis amigos, me devolví corriendo y lo que encontré donde estuvo el bar fue un enorme cráter lleno de cadáveres a los que el padre Hurtado Galvis les echaba la bendición.
Ahora la tristeza nacional, que me saca lágrimas, se vuelca en el incomprensible atentado contra Miguel Uribe Turbay, hijo de la también sacrificada Diana Turbay.
Había aprendido a leer en el periódico Relator las noticias de los asesinatos, masacres y genocidios a los habitantes del campo. Por eso desde el final de los años 50 decidí integrarme a ese grupo generacional que asumió las armas de la palabra estridente, utilizando como escudo el título de poetas, para dedicarnos a denunciar las masacres del odio interpartidista que nos desangraba. Como éramos la mayoría menores de edad confrontadores del sistema fuimos tomando cara de enemigos del orden, cuando lo que buscábamos era que se parara la mortandad. Algo logramos, pero desde luego no acabar con la saña que parece traemos en los genes los colombianos.
A pesar de todo, siguió siendo normal que muchos personajes tesoneros en representación de sus idearios quisieran haber sido presidentes, y en vez de ocupar la silla presidencial terminaran en la cámara mortuoria. Basta recordar a Luis Carlos Galán, fundador del Nuevo Liberalismo, ejecutado en 1989; a Jaime Pardo Leal, militante de la Unión Patriótica, sacrificado en 1987; a Bernardo Jaramillo Ossa, militante del Partido Comunista y presidente de la Unión Patriótica, dado de baja en 1990; a Carlos Pizarro, comandante del M-19 de Abril, inmolado en el mismo año.
Ahora la tristeza nacional, que me saca lágrimas, se vuelca en el incomprensible atentado contra Miguel Uribe Turbay, hijo de la también sacrificada Diana Turbay. Cuando se sepa el origen de ese intento de asesinato, habrá una compresible reacción nacional que quién sabe adónde nos lleve.

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