El año pasado el diccionario inglés de Merriam y Webster, uno de los mejores y más antiguos de esa lengua, escogió la palabra 'polarización' como su palabra del año. En eso coincide su comité científico con muchas editoriales del mundo que llevan ya un tiempo largo publicando sin parar libros y libros sobre ese que parece ser el gran fenómeno político de nuestro tiempo (y de todos, quizás): la fractura de la sociedad, su enajenación en bandos irreconciliables.
Por eso, creen muchos, se está acabando la democracia: porque sus cimientos se ven horadados a diario por posturas radicales y absolutas; 'narrativas' (como se dice ahora) que confunden sus dogmas y premisas con la realidad y la vuelven un acto de fe y de partido: la única válida que hay, mientras que la del contrario se asume siempre como una desviación moral, la confirmación de sus rasgos más perversos y sabidos.
Lo grave es que ese contexto de polarización, démosle ese nombre, está bien, está marcado por una paradoja: nadie que esté polarizado cree estarlo de verdad y en cambio detecta con gran facilidad la forma en que los demás sí lo están (lo estamos). Como decía George Orwell de la guerra civil española, en la que combatió: "Todo el mundo cree en las atrocidades del enemigo y descree de las de su propio bando".
A mí no me gusta, lo confieso, atribuirle a la polarización las catástrofes indudables que estamos viviendo. Me parece que, en el peor de los casos, es apenas una consecuencia, un efecto, un síntoma; y en el mejor de ellos es el territorio en el que mucha gente define y decanta sus ideas frente a temas esenciales que a veces no iten consensos ni falsas armonías y transacciones sino eso, vehemencia y pasión.
Pero sí hay un problema real, claro. Sí está pasando algo que nos está llevando al abismo. ¿Qué es? Yo creo que es un delirio colectivo, como los ha habido tantos en la historia, hecho de sectarismo, mesianismo y milenarismo: la idea tribal que arraiga en sociedades descompuestas de que la política consiste en una empresa religiosa para salvar al mundo de sí mismo y sus males, encarnados en quien no comulga con el que los describe y los señala.
Lo que pasó en la Colombia de hace ochenta años debería ser una lección brutal y dolorosa para entender las consecuencias no de la polarización ni de la radicalización sino del sectarismo y la locura.
La historia de Colombia es una demostración devastadora de esa maldición, pues aquí las identidades políticas, con la fundación de la República, tenían que ver, entre otras cosas, con el lugar de la fe en nuestra sociedad. Surgió entonces lo que Aníbal Galindo llamaba en el siglo XIX la "religión de partido": la militancia ciega y alienada en sectas cuyas ideas y doctrinas resumían y resolvían la totalidad del mundo y de la vida.
Así es imposible que una sociedad civil merezca de verdad ese nombre, y aquí lo vivimos no solo en los años ochenta del siglo pasado, como tanto se dice por estos días, sino también en los años treinta y cuarenta de ese mismo siglo cuando el sectarismo y el enceguecimiento, atizados por los caudillos, llevaron a una guerra civil no declarada, lo que se suele llamar con letras mayúsculas 'La Violencia', o como se dijo entonces, "la destrucción de la República".
La historia no se repite, en eso consiste. Pero muchas veces sí vuelve sobre sus pasos para abrir y reseñar viejas heridas que no cicatrizaron bien. Lo que pasó en la Colombia de hace ochenta años debería ser una lección brutal y dolorosa para entender las consecuencias no de la polarización ni de la radicalización sino del sectarismo y la locura, la indolencia y la irresponsabilidad de los caudillos y sus turbas, que ahora son peores porque van en Twitter.
Nadie lo acepta, claro que no. Así fue aquí entonces: el Estado de derecho se volvió una opinión, un dato prescindible. La culpa siempre era del otro, el malo estaba en la otra orilla del espejo. Y así nos fue.