Vivimos en un mundo que no deja de hablarnos, que nos bombardea con información, imágenes, mensajes, opiniones, ruido constante que nos satura, aturde, abruma. En medio de ese torbellino encuentro valor en lo simple, donde pocas cosas, bien hechas y elegidas con cuidado logran hablarnos con fuerza y sinceridad.
Escuche esta columna en formato pódcast:
La cocina no es ajena a esta realidad. En un universo gastronómico donde lo complejo y lo recargado parecen dominar, lo simple cobra protagonismo. Son los platos que respetan la esencia del ingrediente los que me enamoran y conmueven. Aquellos que con poco cuentan una historia completa. Como una tajada de pan tostado con mantequilla.
Esta idea me remite al libro La simplicidad elegante, que ofrece una perspectiva profunda sobre su significado. Es mucho más que hacer menos o renunciar a lo superfluo; no tiene nada que ver con austeridad rígida, escasez ni sacrificios. Puede parecer paradójico, pero el don de la simplicidad es, en realidad, el don de la abundancia. Esta filosofía es un llamado a valorar lo esencial, a honrar lo que realmente aporta, a encontrar en lo justo una riqueza genuina y con sentido.
Simple no es sinónimo de fácil, ni de carente de carácter ni insípido. Lo simple, cuando es auténtico, exige convicción, mirada afinada y una sensibilidad que no necesita adornos para impresionar. Hay que tener algo que decir –y saber cómo decirlo– para crear un plato que emocione con pocos elementos. Por eso no hay que confundir la simplicidad con la facilidad, ni con la falta de intención: lo simple es una decisión creativa consciente, difícil y valiente. El reto de talento más exigente.
Recientemente, escuché una reflexión del chef brasileño Iván Ralston, del restaurante Tuju en São Paulo, que me quedó resonando. Basándose en la canción Samba de uma nota só, dice que uno puede tener toda la escala musical y no decir nada, pero que con una sola nota se puede decir todo. En la cocina ocurre algo muy parecido: no se trata de sumar ingredientes, técnicas o discursos, sino de encontrar ese elemento preciso que le dé sentido y alma al plato.
Lo sencillo no riñe con lo memorable. Una carne a la parrilla en su término justo con cristales de sal, un filete de atún con una tajada de aguacate, una rodaja de tomate jugoso y maduro con aceite de oliva y una hoja de albahaca. Cocinas que no necesitan levantar la voz para ser profundas y fascinantes. Porque, al final, lo que más conecta no siempre es lo más complejo, sino aquello que logra hablar –y emocionar– con la nota justa. La simplicidad en gastronomía es también un acto de respeto: hacia el producto, hacia quien lo prepara y hacia quien lo disfruta. En un mundo saturado, la comida simple se convierte en una pausa necesaria, en un espacio para reconectar con lo genuino.
Creo que esa vuelta a lo esencial es la verdadera elegancia, la que nos invita a saborear no solo el alimento, sino también la vida, con menos ruido y más sentido. Menos es más, y en esa nota única, como dice Iván, está todo. Buen provecho.
MARGARITA BERNAL
Para EL TIEMPO