Todo lo positivo que tiene la declaratoria como Patrimonio Cultural Inmaterial de la nación de los saberes y prácticas de la pesca artesanal el río Magdalena puede esfumarse si no se pasa pronto del gesto a los hechos.
Hay que celebrar que por esta vía se pueda dignificar y reconocer un oficio que se ha transmitido por varias generaciones de familias que habitan la cuenca de la principal arteria fluvial del país. Dejar claro que se trata de un paso clave para que siga el empoderamiento de los pescadores, que serían unos 45.000. También hay que reconocer el empeño de quienes fueron artífices de esta causa; entre ellos, las líderesas Libia Arciniegas y María Benítez, así como de la Fundación Alma, de Alegría Fonseca, y Juan Carlos Gutiérrez.
Pero al mismo tiempo hay que ser claros en que esta inclusión en la lista de manifestaciones culturales que son patrimonio y orgullo del país es apenas un punto de partida. Como se ha recordado, la degradación ambiental, la violencia, la falta de conciencia del impacto que tienen en los ecosistemas algunas actividades productivas y la precariedad económica son amenazas muy serias que rondan a estas comunidades ribereñas. Y en algunos casos, de forma muy concreta. Es el caso del atentado del que recientemente fue objeto Yuly Andrea Velásquez, líderesa de los pescadores de Santander y quien ha venido denunciando vertimientos ilegales a las ciénagas de la región. Una vez más, velar por el bien común, por desgracia, implica riesgo de muerte en Colombia.
Lo cierto es que estamos ante una oportunidad para generar una virtuosa reacción en cadena que repercuta en todo el país. Y es que así como la falta de conciencia y las malas prácticas ambientales de buena parte de Colombia repercuten en el río, de manera inversa la conciencia sobre la necesidad de salvaguardar los ecosistemas que garantizan allí el recurso pesquero puede dar pie para que, “aguas arriba”, se produzcan cambios que mejoren la vida no solo de los pescadores, sino de millones en el país.
EDITORIAL