Y la primavera llegó a Nueva York. Un manto de color verde clorofila cubre Central Park. Alrededor del lago Jacqueline Kennedy, los cerezos en flor contrastan con el azul de un agua que ha dejado atrás el hielo del invierno. Flores enormes de narcisos rodean un Museo de Arte Metropolitano que prepara una nueva ala para albergar su colección de arte contemporáneo y que ha sido diseñada por la arquitecta mexicana Frida Escobedo. Desde mi oficina en la torre Hearst veo cómo pequeñas manchas de color verde empiezan a brotar entre el gris del asfalto característico de las calles de Manhattan. Vuelven los atardeceres mágicos, cuando un sol radiante y cálido tiñe con una luz crepuscular el fin de unos días que se irán alargando hasta llegar al solsticio de verano.
Pienso en los rayos del sol y me visitan los rayos que pintaría Fra Angélico en La Anunciación que alberga el Museo del Prado de Madrid. En las últimas semanas he estado obsesionada con unos videos colgados en el perfil de Instagram de este museo, donde el crítico de arte del New York Magazine, Jerry Saltz, comenta algunas de las obras más destacadas de esta pinacoteca. De Velázquez a El Greco, pasando por Goya, Murillo y El Bosco. Si no han tenido la oportunidad de visitar Madrid y pasearse entre las salas de El Prado, les recomiendo que lo hagan. En uno de estos reels, Saltz afirma que “arte” debería ser un verbo en lugar de un nombre, ya que pasear la mirada por la superficie de un lienzo siempre genera un cambio en el espectador. En un mundo que vive a ritmo de stories de Instagram, dedicar diez minutos serenos a contemplar una obra de arte es un ejercicio totalmente necesario.
Este es el reto que cada mes plantea el periódico The New York Times a los lectores de su edición digital: dedicar diez minutos a observar, sin ninguna distracción, una obra de arte. Así lo hice hace tres días con una de mis obras de arte favoritas: La noche estrellada de Van Gogh. De las salas del Museo de Arte Moderno de Nueva York a una ventana de mi computadora. Abro mi Spotify y tecleo Max Richter. Zoom in y zoom out. El movimiento de mis ojos coincide con el del ratón. Soy una detective observando todos los trazos que el pintor holandés plasmó al final de su vida. Los círculos de las estrellas. Los árboles que acarician el cielo que parece imitar una figura de El Greco. El pueblo con luces encendidas. El horizonte infinito. Un fragmento de lienzo sin pintar.
El pintor catalán Joan Miró también pintó su vida en un cuadro que se encuentra en la National Gallery de Washington DC. En La masía, Miró inmortalizó su infancia. El artista se encontraba en París, la auténtica capital del arte de principios del siglo XX, cuando empezó a pintar de memoria la casa que su familia tenía en el campo. Leo que Miró pedía a sus padres que le mandaran trozos de hierba por correo para poder sentir el recuerdo de una tierra que estaba lejana. Este lienzo, lleno de poesía y de detalles, sedujo a un escritor americano que describió un París que vivía en una fiesta continua. Ernest Hemingway compró La masía y esta pintura lo acompañó durante toda su vida hasta llegar a la casa que tenía en Cuba. Después de su muerte, el cuadro fue comprado por el gobierno americano y, como si de una novela de espías se tratara, fue trasladado a escondidas, evitando que Fidel Castro se enterara de que una de las obras más importantes de la pintura contemporánea abandonaba su país hacia un nuevo destino.
En un lienzo cabe más de una vida. La vida del pintor y las vidas de las múltiples personas que se emocionarán entre las paredes de un museo. En un mundo que vive a la deriva, visitar una pinacoteca se convierte en la mejor de las medicinas para un alma que necesita de un faro, de una luz que le ayude a navegar en un presente incierto. Rothko, Botero, Ellsworth Kelly, Agnes Martin, Giotto, Caravaggio (el pintor favorito del Papa Francisco) son algunos de los artistas que yo les recetaría. Y ustedes… ¿cuáles me recetarían? ¡Los leo!
Nina García
Para Bocas