¿Y si esa sensación en el estómago de no ser la indicada no fuera una señal de debilidad, sino de potencial? A muchas mujeres nos han enseñado a interpretar la duda como una alerta de que no pertenecemos, que aún no sabemos lo suficiente o que no estamos a la altura. Pero, ¿y si esa duda pudiera ser justamente lo que nos permita crecer?
El llamado "síndrome del impostor" se ha vuelto una etiqueta recurrente para describir esa voz interna que nos cuestiona cuando nos proponen una nueva meta o iniciativa profesional. Es esa sensación persistente de haber tenido suerte, de estar a punto de ser "pillada" como un fraude, incluso cuando la evidencia indica lo contrario. Se habla mucho de sus efectos negativos -y sin duda los tiene- pero hay otro ángulo menos explorado.
El psicólogo organizacional Adam Grant, en su libro Piénsalo otra vez, propone que ese síndrome no siempre es el enemigo. De hecho, en dosis manejables, puede ser una herramienta poderosa. ¿Por qué? Porque fomenta algo cada vez más escaso: la humildad reflexiva y una mentalidad de aprendiz. Quien duda de sí mismo suele estar más dispuesto a escuchar, a prepararse mejor y a mantenerse abierto a aprender.
Lo he vivido en carne propia. Hace poco más de un año, decidí crear un blog y redes sociales para hablar sobre jardinería, un tema que me apasiona pero en el que no tengo formación académica. Cada publicación y cada video venían acompañados de ese susurro incómodo: "¿quién soy yo para escribir sobre esto?". Sin embargo, esa misma inseguridad me llevó a leer más, a investigar mejor y a conectar con otras personas que sabían más que yo. El resultado fue que avancé, no a pesar de esa inseguridad, sino en parte gracias a ella.
La duda bien encauzada no paraliza. Por el contrario, puede prevenir la arrogancia, fortalecer nuestras relaciones y hacernos más adaptables.
Algo similar ocurrió cuando acepté el reto de entrar a trabajar en una organización de conservación global. Vengo de un mundo diferente: campañas políticas, estrategia, manejo de crisis. Conocía de comunicación, sí, pero no de carbono, de deforestación ni de agricultura regenerativa. La sensación de estar fuera de lugar me sigue acompañando. Pero esa incomodidad es mi impulso. Me obliga a hacer preguntas, a estudiar y, sobre todo, a no dar nada por sentado. Hoy sé que esa curva de aprendizaje sigue activa y que esa conciencia de lo que no sé es también lo que me permite crecer con más intención.
La duda bien encauzada no paraliza. Por el contrario, puede prevenir la arrogancia, fortalecer nuestras relaciones y hacernos más adaptables. En lugar de pretender que lo sabemos todo, nos abre al intercambio, a la colaboración, a esa inteligencia colectiva tan necesaria en tiempos complejos.
No se trata de glorificar la inseguridad, sino de entender que no siempre es señal de debilidad. Puede ser un recordatorio de que usted se preocupa, que está comprometida y que quiere hacerlo bien. Y eso, en sí mismo, ya es una ventaja.
Quizá el verdadero reto no sea dejar de sentirnos impostoras, sino aprender a caminar con esa voz crítica sin dejar que nos detenga. Porque a veces, la duda no es el freno… es el motor.
*Directora Asociada de Comunicaciones hacia Donantes, TNC América Latina