Desde que abandoné la idea del suicidio que me rondaba por leer a ciertos filósofos disparatados, traté de seguirles el ritmo y el tono y el estilo a unos aedos que encontré de casualidad en un libro viejo lleno de princesas encastilladas en la última torre esperando al galopante liberador.
A lo primero que le puse atención fue a la manera de detallar el amor del que aún no tenía la menor idea, ni de sentirlo ni de hacerlo y menos de describirlo. Lo percibía como una especie de encantamiento que desencadenaba los cuerpos. Según nociones ancestrales era un don de la divinidad para que la humanidad unida y solidaria no se matara, para que se forjaran idilios y se formaran familias, para que surgieran los hijos, para que los poetas y los cantantes cantaran y con su canto encantaran a las musas encantadoras. Pero también se rumoreaba que quienes se entregaban con alma, vida, corazón y sombrero al sacerdocio de la palabra escrita o entonada para hacerla objeto de culto corrían el riesgo de perder por entero esas propiedades.
Había que ver cómo desde la antigüedad oriental escogieron el corazón como la caja fuerte de tan singular sentimiento y en Occidente establecieron como su símbolo su caricatura coloreada, sin parar mientes en aurículas y ventrículos, hasta que científicos de universidades norteamericanas descubrieron que el amor nace en el cerebro, que despacha la información al corazón activando una zona denominada núcleo estriado, que es la misma que se activa con la adicción a las drogas. Lo que implica que el amor corporal adquiera la categoría de estupefaciente. Y hasta la vista corazones partidos.
Desde la antigüedad oriental escogieron el corazón como la caja fuerte de tan singular sentimiento. Para mí que el amor reside en lo que dio en llamarse precisamente los órganos del amor.
Pero no transijo. Para mí que el amor reside en lo que dio en llamarse precisamente los órganos del amor, identificables en el hombre como pene, falo, verga, pito, cipote, polla, picha y mondá pelá; y en las damas como vagina, bizcocho, pan, panocha, chocha, cuca, raja, para no ahondar en otras profundidades.
Como no suena muy poético el enumerar sustantivos que a pesar de lo sustanciosos puedan considerarse descomedidos, había que consultar la obra de vates arriesgados en la temática. Y al primero que me aproximé fue a Apollinaire, de quien descubrí que en su pasión por Madeleine había compuesto Las nueve puertas de tu cuerpo, donde con maña va describiendo cada uno de estos cojonudos orificios y su manera de ir haciéndolos suyos, los dos ojos, las dos orejas, las dos fosas de la nariz, la boca, el templo de entre las piernas “y la novena puerta aún más misteriosa /abierta entre dos montañas de perlas”.
No me acojoné para describir la octava puerta que se me presentó cuando la modelo Dina Merlini me posó para que con mis teclas la recreara, ojo por ojo y diente por diente, en el libro que llamaría El cuerpo de ella, que el Distrito me premiaría con 30 millones 40 años después de haber sido escrito.
Cuando luego del largo viaje interestelar de su navío tendido sobre el sofá toqué puerto, comencé a describirla con un verso que cuando me lo oyó una abogada venezolana en el aeropuerto de Maiquetía, exclamó en éxtasis que era el mejor verso que había oído en la vida, referido a sitio tan delicado, pues ella lo vivía día por día en situaciones más escabrosas: “Henos por fin en el lugar de los hechos”.
Como era de izquierda se emocionó más cuando le referí que otro de los versos descriptivos era “púrpura y arremolinada como Maiacovsky /allí también la anatomía se ha vuelto loca”, como el ruso había dicho igual de sí mismo, porque él era “todo corazón”. Y que la radiografía proseguía como “surco bestial y creador de enervamiento”. Luego algo más pintoresco: “la estalactita canta durante la noche / restregada por mi pata de grillo”. A la sensible doctora se le brotaban cada vez más los ojazos. Y como me apretaba la mano continué con la zambullida: “Y más adentro sensaciones / calor / óxido húmedo / rasguño / rozadura / pequeños aletazos”. Y la inocultable, aunque un poco descomedida referencia odorífera: “Y olor de oro de mar / en la nevera”.
No tengo necesidad de referir que esa tarde me dejó el avión.
JOTAMARIO ARBELÁEZ